Pär Lagerkvist │El ascensor que bajó al infierno

El señor Smith, un próspero hombre de negocios, abrió el elegante ascensor del hotel y, amorosamente, tomó del brazo a una grácil criatura que olía a pieles y a poder. Se acurrucaron juntos en el blando asiento, y el ascensor empezó a bajar. La mujercita le ofreció su boca entreabierta, húmeda de vino, y se besaron. Habían cenado en la terraza, bajo las estrellas. Ahora salían a divertirse.

—Cariño, qué divinamente lo pasamos arriba —susurró ella—. Qué poético fue estar allí contigo, sentados bajo las estrellas. Así tiene que ser el verdadero amor. Porque tú me quieres, ¿no es cierto?

El señor Smith le respondió con un beso aún más largo. El ascensor seguía bajando.

—Me alegro de que hayas venido, cariño —dijo el hombre—. De lo contrario, me hubiera sentido muy decepcionado.

—Pues no puedes imaginar lo insoportable que estaba él. Cuando iba a vestirme, me preguntó que adonde iba. Voy adonde me place, contesté, no estoy prisionera. Entonces, deliberadamente, se sentó y estuvo contemplándome mientras me cambiaba y me ponía mi nuevo vestido color crema. ¿Crees que me sienta bien? Por cierto, ¿te gusta este o prefieres el rosa?

—Todo te sienta bien, querida —aseguró el hombre—. Pero jamás te había visto tan encantadora como esta noche.

Ella entreabrió el abrigo, sonriendo agradecida, y se besaron largamente. El ascensor seguía bajando.

—Entonces, cuando estaba a punto de marcharme me cogió la mano y la apretó de tal forma que todavía me duele, y no pronunció ni una sola palabra. ¡Es un bruto, no tienes ni idea! Bien, adiós, dije yo. Pero él no contestó. Es un exaltado, me asusta; no puedo remediarlo.

—Pobrecilla —se compadeció el señor Smith.

—Como si no pudiera salir un rato y divertirme. Es tan terriblemente serio, no tienes idea… No puede tomarse las cosas con sencillez y naturalidad. Es como si se tratara siempre de un asunto de vida o muerte.

—Pobre pequeña, cuánto habrás tenido que sufrir.

—Oh, he sufrido de verdad. Terriblemente. Nadie ha sufrido tanto como yo. Hasta que te conocí no supe lo que era el amor.

—Querida —murmuró Smith, acariciándola.

El ascensor seguía bajando.

—Cariño —correspondió la mujer, al recobrar el aliento después del largo beso—. Nunca olvidaré ese rato que estuvimos sentados allá arriba, contemplando las estrellas y soñando. Sabes, el caso es que Arvid es inaguantable, se pone siempre tan solemne, no tiene ni una pizca de poesía.

—Querida, tu situación es intolerable.

—Sí, así es: intolerable. Pero —prosiguió ella, tomándole la mano con una sonrisa—, no pensemos más en ello. Vamos a divertirnos. ¿Me quieres de verdad?

—¡Claro! —afirmó el hombre, inclinándose sobre ella mientras suspiraba.

El ascensor seguía bajando. Acurrucado sobre ella, la acarició. La mujer se ruborizó.

—Esta noche haremos el amor… como nunca, ¿eh? —susurró Smith.

Ella se apretó contra él y cerró los ojos. El ascensor seguía bajando.

Al fin, el señor Smith se puso en pie, con el rostro enrojecido.

—Pero, ¿qué le sucede a este ascensor? —exclamó—. ¿Por qué no se para? Hace una eternidad que estamos aquí charlando, ¿no es cierto?

—Sí, cariño, supongo que sí. El tiempo pasa tan de prisa…

—¡Dios del cielo! ¡Hace siglos que estamos sentados aquí! ¿Qué es lo que pasa?

Miró a través de la reja. No se veía otra cosa que una profunda oscuridad. Y el ascensor seguía bajando y bajando cada vez más profundamente.

—¡No lo comprendo! Es como si cayéramos en un profundo pozo. ¡Y Dios sabe cuánto tiempo llevamos así!

Intentaron asomarse al abismo. Estaba en tinieblas. Y ellos iban hundiéndose cada vez más.

—Vamos directo al infierno —musitó Smith.

—Oh, querido —gimió la mujer, cogiéndole del brazo—. Estoy muy nerviosa. Tendrías que apretar el botón de alarma o el del freno de emergencia.

Smith tiró con todas sus fuerzas, sin resultado alguno. El ascensor seguía hundiéndose en la interminable oscuridad.

—¡Es espantoso! —chilló ella—. ¿Qué haremos?

—Sí, ¿qué pensará hacer el diablo? —contestó Smith—. Todo esto es absurdo.

La mujer estaba desesperada y estalló en sollozos.

—Vamos, vamos, amor mío, no llores; debemos ser razonables. No podemos hacer nada. Siéntate. Será lo mejor. Vamos a quedarnos sentados, muy juntos, y ya veremos lo que sucede. Tendrá que pararse en algún momento…

Entonces se sentaron y esperaron.

—Mira lo que nos está pasando —se quejó la mujer—. Y pensar que salíamos a divertirnos…

—Sí, parece obra del mismo diablo —admitió Smith.

—Pero tú me quieres, ¿no es cierto?

—Querida —murmuró Smith, rodeándole los hombros con el brazo.

El ascensor seguía bajando.

Por fin se detuvo en seco. Algo parecido a una luz brillantísima los rodeaba, dañándoles los ojos. Estaban en el infierno. El diablo abrió la portezuela cortésmente.

—Buenas noches —saludó con una profunda inclinación.

Iba vestido con los rabos que le colgaban de la vértebra cervical, como de un clavo.

Smith y la mujer salieron del ascensor, deslumbrados.

—¿Dónde estamos, en nombre de Dios? —exclamaron aterrados por la sorprendente aparición.

El diablo, un poco confuso, les explicó:

—No está tan mal como parece —se apresuró a añadir—. Espero que se hallarán complacidos. ¿Pasarán únicamente la noche, no es así?

—¡Sí, sí! —asintió Smith al punto—. Únicamente la noche. No tenemos intención de quedarnos, por supuesto que no.

La mujercita temblaba, agarrándose a su brazo. La luz era tan corrosiva, y verde amarillenta, que apenas podían ver. Además, olía a quemado. Cuando lograron habituarse un poco, descubrieron que se hallaban en una especie de plazuela rodeada de casas, cuyas puertas resplandecían en la oscuridad. Las cortinas estaban corridas, pero a través de las rendijas podían ver su interior, donde ardía algo.

—¿Son ustedes los enamorados? —inquirió el diablo.

—Sí, locamente —repuso la mujer, mirando al diablo con ojos maravillados.

—Entonces, por aquí —dijo, rogando a la pareja que le siguieran.

Se internaron por una lóbrega callejuela que desembocaba en la plazuela. Un viejo y sucio farol colgaba junto a una puerta desvencijada.

—Aquí es —abrió la puerta y se retiró discretamente.

Entraron. Un nuevo diablo, gordo, servil, de ancho pecho, con un bigote teñido de color púrpura alrededor de la boca, los recibió. Sonrió en un jadeo, con una expresión sabia en sus ojos saltones. Alrededor de los cuernos, en la frente, llevaba sujetos unos mechones de pelo por medio de pequeños lazos de seda azul.

—¡Oh, el señor Smith y la joven dama! —observó—. El número ocho, entonces.

Y les entregó una enorme llave.

Subieron por las oscuras y grasientas escaleras. Los peldaños eran resbaladizos. Llegaron hasta el segundo piso. Smith buscó el número ocho y entró. Era una habitación bastante amplia y mohosa. En el centro había una mesa con un mantel puesto, y junto a la pared, una cama con suaves sábanas. Les pareció todo encantador. Se quitaron los abrigos y se besaron largamente.

Un hombre entró inopinadamente desde otra habitación. Iba vestido como un camarero, pero la chaqueta era de buen corte, y su camisa tan limpia que brillaba con un resplandor fosforescente en la semioscuridad. Andaba silenciosamente, sus pisadas no producían ruido alguno, y sus movimientos eran mecánicos, casi inconscientes. Sus facciones se mostraban severas, y sus ojos tenían una expresión fija. Estaba mortalmente pálido, y en la sien tenía un agujero de bala. Arregló la habitación, limpió el tocador, dejó un orinal y una brocha.

La pareja no le prestó demasiada atención, pero cuando iba a marcharse, Smith pidió:

—Desearíamos tomar un poco de vino. Tráiganos media botella de Madeira.

El hombre asintió y desapareció.

Smith empezó a desnudarse. La mujer vacilaba aún.

—Va a volver —dijo.

—En un lugar como este, no hay que prestar atención. Quítate la ropa.

Ella se quitó el vestido con coquetería, luego la ropa interior y se sentó, por fin, en las rodillas del hombre. Era encantador.

—Fíjate —susurró la mujer—, estamos aquí juntos, en un lugar tan romántico y singular. Qué poético… Jamás podré olvidarlo.

—Querida —suspiró Smith.

Se besaron largamente.

El hombre volvió a entrar, sin hacer ruido alguno. Suave, mecánicamente, puso los vasos encima de la mesa, y sirvió el vino. La luz de la lamparilla de cabecera le iluminó la cara. No había nada especial en su rostro, excepto la mortal palidez y el agujero de bala de su sien.

La mujer se incorporó, dando un grito.

—¡Oh, Dios mío! ¡Arvid! ¿Eres tú? ¿Eres tú? ¡Oh, Dios del Cielo, está muerto! ¡Se ha suicidado!

El hombre seguía en pie, quieto, con la mirada fija. Su rostro no aparentaba señales de sufrimiento; se mostraba solamente grave y estático.

—¡Pero, Arvid, qué has hecho, qué has hecho!… ¡Cómo has podido! Amor mío, si llego a sospecharlo me hubiera quedado en casa contigo. Pero nunca me dices nada. ¡Nunca dices nada de nada, ni una sola palabra! ¡Cómo iba a saberlo, si nunca me dices una palabra! Oh, Dios mío…

Su cuerpo entero se estremecía. El hombre la miró como si fuera una extraña, su expresión era helada y gris. Su mirada parecía atravesarlo todo. El pálido rostro centelleó. No salía sangre de la herida; era solo un agujero.

—¡Oh, es un fantasma, un fantasma! —chilló—. ¡No quiero quedarme aquí! Vámonos… No puedo resistirlo.

Se puso la ropa, el sombrero y el abrigo y salió apresuradamente, seguida de Smith. Resbalaron al bajar por las escaleras. Cayó sentada y se manchó el abrigo de saliva y de ceniza de cigarrillo. Abajo, el diablo de los bigotes estaba de pie, sonriendo con toda naturalidad y agitando los cuernos.

Ya en la calle se tranquilizaron un poco. La mujer se arregló las ropas y se empolvó la nariz. Smith la rodeó protectoramente con los brazos y besó sus ojos, impidiendo que cayeran las lágrimas; era tan bueno… Se encaminaron hacia la plazuela.

El jefe de los diablos se paseaba por allí cerca, y se dirigieron hacia él rápidamente.

—Han ido muy de prisa —observó—. Espero que habrán gozado de comodidad.

—Oh, ha sido terrible —gimió la mujer.

—No, no diga esto, no puede pensar así. Si hubiera visto en otros tiempos, todo era distinto. El infierno de ahora no es para quejarse. Hacemos todo lo que podemos para que no sea desagradable, al contrario, para que resulte divertido.

—Sí —asintió el señor Smith—, debo confesar que resulta un poco más humano, es cierto.

—Oh —exclamó el diablo—, lo hemos modernizado, lo hemos reformado todo.

—Sí, por supuesto, hay que estar a tono con los tiempos.

—Exacto, ahora únicamente es el alma la que sufre.

—Demos gracias a Dios por ello —dijo la mujer.

El diablo les acompañó cortésmente hasta el ascensor.

—Buenas noches —saludó con una profunda inclinación—, vuelvan cuando gusten.

Cerró la puerta del ascensor tras ellos. El ascensor empezó a subir.

—Gracias a Dios, ya ha pasado todo —suspiraron ambos, ya tranquilizados, y se sentaron muy juntos en el banquillo.

—No lo hubiera resistido de no estar tú —susurró la mujer.

Él la atrajo hacia sí y se besaron largamente.

—Cariño —prosiguió la mujer al recobrar el aliento tras el largo beso—, ¡qué cosa se le ha ocurrido hacer! Siempre ha tenido ideas raras. Nunca ha sido capaz de tomarse las cosas con sencillez y naturalidad, tal como son. Es como si siempre se tratara de un asunto de vida o muerte.

—Es absurdo —admitió Smith.

—¡Debía habérmelo dicho! Entonces me hubiera quedado con él. Habríamos salido cualquier otra noche.

—Sí, claro —continuó admitiendo Smith—, naturalmente que hubiéramos salido.

—Pero no pensemos más en ello, cariño —terminó, rodeándole el cuello con los brazos—. Ya pasó todo.

—Sí, querida, ya pasó todo.

Tomó a la mujer en sus brazos. El ascensor seguía subiendo.

FIN

Emily Brontë: Cumbres borrascosas

¿Ves esas arrugas que tienes entre los ojos, y esas espesas cejas que se contraen en lugar de arquearse, y esos dos negros demonios que jamás abren francamente sus ventanas, sino que centellean bajo ellas corridas, como si fueran espías de Satanás? Proponte y esfuérzate en suavizar esas arrugas, levantar esos párpados sin temor y convertir esos demonios en dos ángeles que vean siempre amigos en dondequiera que no haya enemigos indudables. No adoptes ese aspecto de perro cerril, que parece justificar la justicia de los puntapiés que recibe y que odia a todos tanto como al que le maltratara.


Emily Brontë
Cumbres borrascosas, capítulo 7

Octavio Paz: prohibiciones y autorizaciones

En toda sociedad funciona un sistema de prohibiciones y autorizaciones: el dominio de lo que se puede hacer y de lo que no se puede hacer. Hay otra esfera, generalmente más amplia, dividida también en dos zonas: lo que se puede decir y lo que no se puede decir. Las autorizaciones y las prohibiciones comprenden una gama de matices muy rica y que varía de sociedad a sociedad. No obstante, unas y otras pueden dividirse en dos grandes categorías: las expresas y las implícitas. La prohibición implícita es la más poderosa; es lo que ‘por sabido se calla’, lo que se obedece automáticamente y sin reflexionar. El sistema de represiones vigente en cada sociedad reposa sobre ese conjunto de inhibiciones que ni siquiera requieren el asentimiento de nuestra conciencia.


«Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe; México D.F.: Fondo de Cultura Económica, 2015 [1982], páginas 15-16).

Zygmunt Bauman │ Deseo y amor. Hermanos. A veces, mellizos, pero nunca gemelos idénticos

El siguiente es un fragmento del libro Amor líquido (2003), escrito por Zygmunt Bauman (1925-2017), sociólogo, filósofo y ensayista polaco-británico de origen judío.  La obra se enfoca en el amor. El miedo a establecer relaciones duraderas, más allá de las meras conexiones. Los lazos de la solidaridad, que parecen depender de los beneficios que generan. En Amor líquido Zygmunt Bauman revela las injusticias y las angustias de la modernidad. Pero también expresa su esperanza en el hombre, convencido de que es posible superar los problemas que plantea la moderna sociedad líquida.

El deseo es el anhelo de consumir. De absorber, devorar, ingerir y digerir, de aniquilar. El amor no necesita otro estímulo más que la presencia de la alteridad […].

Lo que se puede consumir atrae, los desechos repelen. Después del deseo llega el momento de disponer de los desechos […] el acto de deshacerse del seco caparazón se cristalizan en el júbilo de la satisfacción, condenado a desaparecer una vez que la tarea se ha realizado. En esencia, el deseo es impulso de destrucción […] el deseo está contaminado desde su nacimiento por el deseo de muerte. Sin embargo, este es su secreto más guardado y, sobre todo, guardado desde sí mismo.

Por otra parte, el amor es el anhelo de querer y preservar el objeto querido […]. Un impulso a la expansión,  a ir más allá, a extenderse hacia lo que está “allá afuera”. El deseo es ampliar el mundo: cada edición es la huella viva del yo amante […]. El yo amante se expande entregándose al objeto amado […]. El amor implica el impulso de proteger, de nutrir, de dar refugio, y también de acariciar y mimar, o de proteger celosamente, cercar, encarcelar. Amar significa estar al servicio, estar a disposición, esperando órdenes, pero también puede significar la expropiación y confiscación de toda responsabilidad. Dominio a través de la entrega, sacrificio que paga con engrandecimiento. El amor y el ansia de poder son gemelos siameses: ninguno de los dos podría sobrevivir a la separación.

Si el deseo ansía consumir, el amor ansía poseer. En cuanto la satisfacción del deseo es colindante con la aniquilación de su objeto, el amor crece con sus adquisiciones y se satisface con su durabilidad. Si el deseo es autodestructivo, el amor se autoperpetúa.

Como el deseo, el amor es una amenaza contra su objeto. El deseo destruye su objeto, destruyéndose a sí mismo en el proceso; la misma red protectora que el amor urde amorosamente alrededor de su objeto, lo esclaviza. El amor hace prisionero y pone en custodia al cautivo: arresta para proteger al propio prisionero.

El deseo y el amor tienen propósitos opuestos. El amor es una red arrojada sobre la eternidad, el deseo es una estratagema para evitarse el trabajo de urdir esa red. Fiel a su naturaleza, el amor luchará por perpetuar el deseo. El deseo, por su parte, escapará de los grilletes del amor.

Marcio Veloz Maggiolo │La vida no tiene nombre: fragmentos

La vida no tiene nombre (1965) es una novela de Marcio Veloz Maggiolo (Santo Domingo, 13 de agosto de 1936), poeta, ensayista, crítico literario, arqueólogo y antropólogo dominicano. Presento aquí una selección de fragmentos de esta obra, que narra la historia de un rebelde mestizo, que lideró grupos de resistencia contra la primera ocupación estadounidense en República Dominicana (1916 y 1924).

Pero me da por imaginar e imagino todo lo que me viene en ganas, y nadie puede impedirme que utilice mi imaginación.

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Las nubes ruedan por el aire como pelotas de lodo. Nubes hediondas, sucias, hijas sabe Dios de quien.

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Yo dizque era feliz.

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…porque yo tengo ahora treinta y un años, si mal no recuerdo.

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Soy rencoroso porque me hicieron así.

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Decía que yo era haitiano como si eso fuera un insulto, y a mí siempre que me lo dijo me daba por pensar que si él consideraba a mi mamá un animal por el hecho de ser haitiana, él, papá, debía ser un animal peor y hasta más insignificante que mamá…

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Pero lo cierto es que los años habían acabado con ella al igual que hacen con todas las cosas.

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… a los nueve meses nací yo, maligno sí, pero no tumor.

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después que un hombre comienza a pelear se convierte en fiera y ya no piensa en la muerte, ni en nada.

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Solo creo en mi viejo máuser y en mi machete de doble filo: lo demás son pendejadas.

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…todo el mundo lleva un alacrán colgando en el corazón.

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quien no tenga conciencia de que tiene que ser libre que se hunda, que se lo lleve el diablo.

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La degeneración había también infectado a los libertadores y la guerra se producía ya sin ninguna ansia de libertad.

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Las cartas de los pobres nunca llegan a ningún sitio.

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La desesperación me hacía ver las cosas mejor de la cuenta.


Fuente: Veloz Maggiolo, M. (2013). La vida no tiene nombre. Letra gráfica, Santo Domingo.

Franz Kafka │Cartas a Milena

La siguiente es una de las cartas que escribió Franz Kafka a Milena Jesenská, quien tradujo al checo las producciones del célebre autor, nacido en Praga (1883-1924).

Entre ambos se desarrolló una relación epistolar caracterizada por una densa intimidad.

[Merano, mayo de 1920]

Querida señora Milena:

Sólo unas palabras, seguramente volveré a escribirle mañana, hoy sólo escribo pensando en mí, sólo por hacer algo para mí, sólo para liberarme un poco de la impresión que me ha causado su carta, de lo contrario seguiría agobiándome día y noche. Es usted muy extraña, Milena, vive allá en Viena, tiene que sufrir también lo suyo y entremedias aún le queda tiempo para asombrarse de que otros, yo por ejemplo, no se encuentren demasiado bien y duerman una noche un poco peor que la anterior. Las tres amigas que tengo aquí (tres hermanas, la mayor de cinco años) pensaban a este respecto de manera mucho más sensata; en todo momento, estuviéramos o no a orillas del río, querían echarme al agua y no porque yo les hubiera hecho nada malo, no, en absoluto. Cuando las personas mayores amenazan así a los niños, es, por supuesto, en broma y con cariño, y viene a significar más o menos: ahora vamos a decir, para divertirnos, las cosas más imposibles. Pero los niños son gente seria y no conocen lo imposible; aunque fracasen diez veces en su intento de echarme al agua, no se convencerán por eso de que la vez siguiente tampoco lo conseguirán es más, ni siquiera saben que no lo han conseguido en los diez intentos anteriores. Son inquietantes los niños, si se aplica a sus palabras y a sus intenciones el saber del adulto. Cuando una niñita así de cuatro años, que sólo parece existir para que la besen y la apretujen, pero que al mismo tiempo es fuerte como un roble y un poco gordezuela aún, de la época de la lactancia, se lanza contra uno, y las dos hermanas la ayudan a derecha e izquierda y detrás de uno está ya el parapeto, y el afable padre de las niñas y la madre, guapa, apacible y rolliza (junto al cochecito del cuarto hijo), sonríen desde lejos a lo que está pasando y no quieren ayudar, entonces casi no hay salvación y apenas es posible describir cómo uno, a pesar de todo, pudo ponerse a salvo. Unas niñas cargadas de sensatez o de presentimientos querían arrojarme al agua sin ningún motivo, tal vez porque me consideraban superfluo, y sin embargo ni siquiera conocían las cartas de usted y mis respuestas.

Lo de «con la mejor intención» de mi última carta no debe asustarla. Era un periodo, un periodo que aquí no es esporádico, de insomnio total; yo había escrito esa anécdota, una anécdota que había recordado muchas veces en relación con usted, pero cuando hube terminado, con tanta tensión en la sien derecha y en la izquierda, no podía saber bien por qué la había contado; además estaba también la masa informe de lo que yo había querido decirle allí, en el balcón, tumbado en la hamaca, y por eso no me quedó otro remedio que apelar a ese sentimiento básico; y tampoco ahora puedo hacer algo muy distinto.

Usted tiene todo lo mío que se ha publicado, excepto el último libro, Un médico rural, una colección de breves relatos que le enviará Wolff; en cualquier caso le escribí por eso hace una semana. En prensa no hay nada, y no sé qué podría haber ahora. Todo lo que haga usted con los libros y con las traducciones estará bien, es una pena que no tengan más valor para mí de modo que, cuando los pongo en sus manos, esté expresando realmente la confianza que tengo en usted. En cambio, me alegro de que esas pocas observaciones sobre «El fogonero» que me pide me permitan hacer un pequeño sacrificio; será el anticipo de ese castigo infernal que consiste en tener que examinar una vez más la propia vida con la mirada del conocimiento, y lo peor en ello no es tener que pasar revista a las acciones evidentemente malas sino a las que en su momento uno consideró buenas.

Y a pesar de todo es bueno escribir, estoy más tranquilo que hace dos horas, cuando estaba con su carta ahí fuera, en la hamaca. A un paso de distancia de mí, que seguía allí tumbado, un escarabajo había caído de espaldas y estaba desesperado, no podía enderezarse, me habría gustado ayudarle, tan fácil era; se le podía prestar visible ayuda con un paso y una patadita, pero con la carta de usted me olvidé de él, tampoco podía levantarme, fue una lagartija la que me llamó otra vez la atención sobre la vida que me rodeaba, su camino pasaba por encima del escarabajo, que ya estaba completamente inmóvil; así pues, me dije, no era un accidente sino una agonía, el extraño espectáculo de la muerte natural de un animal; pero la lagartija, al deslizarse sobre él, hizo que se incorporase; eso sí, un ratito siguió inmóvil como un muerto, pero después echó a correr con toda normalidad pared arriba. Probablemente recobré así, en cierto modo, un poco de ánimo, me levanté, bebí leche y me puse a escribirle. Suyo FranzK


Título original:

Briefe an Milena
Franz Kafka, 1952
Traducción: Carmen Gauger
Editor digital: titivillus

Yo soy… │Poesía de Alejandra Pizarnik


¿Mis alas?
Dos pétalos podridos

¿Mi razón?
Copitas de vino agrio

¿Mi vida?
Vacío bien pensado

¿Mi cuerpo?
Un tajo en la silla

¿Mi vaivén?
Un gong infantil

¿Mi rostro?
Un cero disimulado

¿Mis ojos?
¡Ah! trozos de infinito


Fuente: Alejandra Pizarnik Poesía Completa. Lumen, 2009

Amar a una ramera

Artículo de Anastassia Espinel Souares

La dama de las camelias: portada Editorial: MONDADORI, 2011

Todos los que leímos «La dama de las camelias de Alexandre Dumas (Hijo), seguramente nos preguntamos a nosotros mismos si la trágica historia de amor de Armando y Margarita es realmente tan excepcional como parece a primera vista.

En realidad, no lo es en absoluto, ya que la historia conoce numerosos ejemplos que demuestran todo lo contrario. Si vamos a remontarnos hasta el Mundo Antiguo, vale la pena recordar la famosa historia de Pericles y Aspasia. Sin embargo, hay que tomar en cuenta que una hetaira como Aspasia no era una ramera en pleno sentido de la palabra sino una servidora de Afrodita, una mujer libre cuya casa y cuyo corazón siempre estaban abiertos para sus amigos y admiradores. Aspasia vino a Atenas de su natal Mileto en compañía de otras servidoras de la diosa de amor y pronto comenzó a jugar un papel importante en la vida de la ciudad más importante de Grecia. Como se sabe, el gran Pericles no sólo se enamoró de ella perdidamente sino que la convirtió en su esposa legítima y esto no manchó en absoluto la reputación del primer hombre de Atenas.

Friné ante el areópago (1861), obra de Jean-Léon Gérôme — Hamburg Kunsthalle.

Otros personajes distinguidos de la Grecia Clásica tampoco ocultaban sus amores con las hermosas servidoras de Afrodita. El gran filósofo Platón inmortalizó en su famoso «Banquete» a la hetaira Diotima y el famoso comediógrafo Menandro compartió toda su vida con la hetaira Gliceria.

En muchas sociedades antiguas existía la así llamada «prostitución sagrada». En Babilonia las sacerdotisas de la diosa Istar tenían que entregarse a todos los fieles que visitaban el templo por motivos religiosos. Si algún visitante especialmente devoto sentía una atracción especial por alguna de las sacerdotisas, tenía todo el derecho de pagar por ella el rescate, llevársela consigo y convertirla en su esposa legítima; por lo tanto, si Armando y Margarita hubieran nacido hace tres mil años en alguna ciudad de Mesopotamia, nada podría impedirles unirse por siempre y ser felices.

Es más, no sólo ciudadanos comunes sino algunos monarcas antiguos formalizaban sus relaciones con las servidoras de amor y las convertían en sus reinas. Tolomeo I el Soter, el fiel amigo y colaborador de Alejandro Magno, se casó oficialmente con Tais, la famosa hetaira ateniense, quien le había dado varios hijos.

Joseph Frappa. Friné les enseña sus pechos a los jueces. 1904.

Aún más impresionante resulta la historia de Justiniano y Teodora, la famosa emperatriz prostituta. Como se sabe, el padre de Teodora era un simple guardián de osos en el circo de Constantinopla. Desde muy joven, la futura emperatriz participaba en los más atrevidos espectáculos circenses y pronto superó a todas las prostitutas de la capital bizantina por su habilidad en toda clase de diversiones perversas. En una de las orgías nocturnas con los jóvenes oficiales de la guardia, Teodora conoció al futuro emperador Justiniano quien se enamoró de ella perdidamente y decidió tomarla por esposa a pesar de todas las protestas por parte de su familia y de toda la nobleza del Imperio. Para poder hacerlo tuvo que convencer a su tío, el emperador Justino, de modificar la ley sobre el matrimonio.

Convertida en emperatriz, Teodora justificó plenamente el dicho de que la mujer que era prostituta en su juventud suele convertirse en una mojigata en la vejez; ahora dirigía toda su energía únicamente en las intrigas políticas.

Justiniano y Teodora. Imagen de dominio público.

En la Edad Media la salvación de las mujeres caídas se consideraba una tarea primordial para todo cristiano fiel y devoto. El matrimonio con una prostituta arrepentida se consideraba por el derecho canónico como la muestra de la máxima piedad cristiana y una manera sumamente eficiente de expiar todos los pecados del pasado. En el año 1198 el Papa Inocencio III anunció que a cualquier hombre que se casaba con una «pecadora arrepentida» se le perdonaban de una vez sus pecados e instauró unas instituciones especiales que facilitaban los trámites legales para esta clase de matrimonios.

Sin embargo, no todo era de color rosa en la vida de las antiguas prostitutas pues no les resultaba fácil librarse de su pasado; incluso casada con un hombre respetado, la sociedad seguía rechazándola. Por ejemplo, un decreto aprobado en Hamburgo en 1483 dice lo siguiente:

Una prostituta arrepentida no puede lucir joyas y siempre tendrá que cubrir sus cabellos con una cofia. Incluso si se casa con un hombre honesto, no podrá tener ningún trato con las mujeres honradas.

La emperatriz María Teresa de Austria luchaba contra la prostitución de una manera muy original. Creó la así llamada «Comisión de castidad» cuyos miembros periódicamente chequeaban los burdeles. Todo hombre sorprendido en el lecho con una prostituta, en caso de ser soltero, tenía que casarse con ella oficialmente; aquella medida draconiana era considerada como castigo ejemplar para el cliente aunque, en realidad, podría ser más bien un castigo para la misma prostituta pues nadie la preguntaba si ella deseaba aquel matrimonio o no.

En Francia del siglo XIX las cocottes, grisettes y otras damiselas de dudosa reputación solían rodear a los bohemios, formando con ellos uniones bastante estables que no carecían de amor. El poeta Paul Verlaine compartió los últimos años de su turbulenta vida con dos rameras envejecidas a la vez. Ellas lo regañaban a menudo y en ocasiones incluso le pegaban, pero al parecer, a Verlaine no le desagradaba aquella existencia. Sus dos concubinas prácticamente le arrancaban de las manos todos sus manuscritos pues el poeta ya era bastante famoso para poder vender sus escritos y obtener ganancia.


Le lever des grisettes . Deveria Achille (1800-1857)

El pintor Henri de Toulouse-Lautrec, descendiente de una antigua familia aristocrática, durante un tiempo se instaló en un burdel para poder lograr una mejor representación de la vida nocturna parisina de finales del siglo XIX y estudiarla «desde el interior», por supuesto, no sólo de forma teórica.

Es curioso que en su busca de inspiración los bohemios del siglo XIX acudían a los servicios de las prostitutas no solo en Europa sino también durante su estancia en otros continentes. El poeta Arthur Rimbaud, mientras se encontraba en Etiopía, compartió su vida al menos con dos prostitutas abisinias: con la primera entre 1884 y 1885, y entre 1888 y 1891 con la segunda. Paul Gauguin en Tahití tenía todo un harén de mujeres nativas aunque, más que prostitutas, eran más bien concubinas del pintor francés pues no le exigían paga por sus servicios sexuales.

‘Salon de la Rue des Moulins’ (Toulouse-Lautrec, 1894).

El poeta francés Charles Baudelaire, el autor de «Las flores del mal», en el año 1842, a la edad de tan solo 21 años, se enamoró de la cortesana, actriz y bailarina Jeanne Duval, cuarterona de origen haitiano, conocida en París bajo el apodo de «Venus negra». Durante más de 20 años aquella mujer que no sobresalía ni por su belleza, ni por su inteligencia ni tampoco por su talento escénico fue amante del poeta y, al parecer, la única mujer por la cual Baudelaire sentía un verdadero amor.

¿Y cómo era el asunto en nuestro país? Como se sabe, el tema de la salvación de una mujer caída por un personaje de noble corazón quien está dispuesto a casarse con ella es bastante frecuente en las obras de nuestros clásicos (vale la pena mencionar al menos a Katiusha Máslova, heroína de «La resurrección» de Tolsoti y a Sonia Marmeládova en el «Crimen y castigo» de Dostoievski).

El retrato de Reynolds de Emily Bertie Pott, como la figura histórica de los tailandeses (1781).

Dejando a un lado la imaginación de nuestros grandes escritores y volviendo a la vida real, recordemos a Piotr Schmidt, mejor conocido como «el teniente Schmidt». Aquel joven aristócrata, nacido en 1867 en una de las mejores familias de toda Rusia, dotado de numerosos talentos y con la perspectiva de una magnífica carrera en la armada rusa, dejó pasmados a todos sus amigos y familiares cuando se casó con una tal Dominika Pávlova, una prostituta callejera de las más baratas. Lo más curioso en esta historia es que, a diferencia del personaje de Dumas y de tantas otras historias por el estilo, ni siquiera estaba enamorado de ella; lo hizo únicamente para ayudarle a aquella infeliz a «renacer moralmente». Aunque vivieron juntos durante varios años y ella le dio un hijo, no era un matrimonio feliz pues la esposa de Schmidt no mostró demasiado entusiasmo para cambiar su modo de vida ni su forma de pensar.

Para finalizar, volvamos nuevamente al Mundo Antiguo y citemos al filósofo Aristipo de Cirene. Una vez, su maestro, el famoso Diógenes, el fundador de la escuela de los cínicos, le reprobó por que convivía con una prostituta. Entonces, Aristipo le respondió: «Si a un hombre no le molesta vivir en una casa que otrora pertenecía a otras personas o navegar en un barco que ya había llevado a otros pasajeros, ¿por qué le debe ser molesto disfrutar de una mujer otrora utilizada por otros hombres?

En fin, no puede haber dos opiniones iguales sobre una misma situación y… una misma mujer.


Fuente: © El libro total

Las fases del duelo en la Elegía a Ramón Sijé

Por: Damary Santos Francisco

La poesía es viva expresión del sentimiento humano, por esta razón puede ilustrar planteamientos teóricos de las ciencias que estudian el pensamiento y la conducta de las personas a nivel social e individual.  Tal es el caso de la elegía, composición poética que bien puede representar  el proceso psicológico del duelo. Evidencia de ello es la Elegía a Ramón Sijé, del poeta español Miguel Hernández (1910-2942), como veremos en este  análisis comparativo entre las estrofas de la pieza poética y las referencias del artículo académico El proceso del duelo. Un mecanismo humano para el manejo de las pérdidas emocionales (2008).

Etimológicamente, la palabra duelo proviene del latín dolium: dolor, aflicción. Se trata de la reacción natural experimentada ante la pérdida de alguien o algo. Aunque, desde esta perspectiva, el proceso más doloroso es el causado por la muerte: la finitud vital de quien nos ha merecido significativo aprecio. La magnitud del duelo está determinada, entonces, por la profundidad del afecto dispensado. Al respecto, nuestro artículo de referencia señala que “la intensidad del duelo no depende de la naturaleza del objeto perdido, sino del valor que se le atribuye”.

El duelo causado por la muerte no sólo conlleva desolación por la ausencia permanente del otro, también aflora la conciencia de nuestra propia transitoriedad; una especie de nostalgia por el destino final e ineludible de todo ser viviente. Expertos de la psicología aseveran que el duelo se procesa en distintas etapas o reacciones cuya duración y desarrollo están sujetos a las variables implicadas en cada caso. Las fases son tres: rechazo (incredulidad, negación), etapa central (depresión) y la etapa final (restablecimiento, aceptación).

Cada etapa se caracteriza por diferentes actitudes. En la primera, el rechazo, se observa la incredulidad, que puede derivar en negación; es un sentimiento de irrealidad  en el cual se manifiesta un “comportamiento tranquilo e insensible, o por el contrario, exaltado”. Se cataloga como un sistema de defensa cuyo propósito es bloquear las facultades de información. Este estado no se prolonga por mucho tiempo; se origina desde el anuncio de la muerte hasta el funeral. La segunda fase, la depresión, es la de mayor duración; su extensión está determinada por las circunstancias particulares y circunstanciales. En la segunda etapa también  se experimenta soledad social y emocional; la imagen de la persona desaparecida es pensamiento recurrente del doliente; luego se alternan sentimientos dolorosos con la reincorporación de la normalidad. La etapa final es la adaptación a la nueva realidad, desaparece la depresión y se restablece la capacidad de amar.

Resulta notorio que el duelo es un proceso predominantemente emocional; el cúmulo de sensaciones es tal que, de no canalizarse adecuadamente, podría causar daños psicológicos duraderos e incluso permanentes.

¿De qué manera se relacionan el duelo y la elegía? La elegía es la expresión del sentimiento de pérdida; podría considerarse como la  composición poética con mayor efecto catártico. Aunque, en general, todo poema es una catarsis. Quizás haya en ésta mayor apremio expresivo, esa premura por liberación a través de las palabras.  Son creaciones que retratan el efecto de ese dolor superior y  las ansias de expulsarlo, cual exorcismo emocional. La elegía disecciona la vehemente, pausada e ineludible aflicción que he venido describiendo: la conciencia  de la ausencia definitiva.  Pese a que estas composiciones expresan dolor, subyace en ellas el reconocimiento de la valía y las virtudes del hecho vital al poner de relieve la inapelable transitoriedad humana. Con el cese de la existencia se recobra mayor conciencia del privilegio de existir.

El duelo de Miguel Hernández por la muerte de quien fuera su entrañable amigo desde temprana juventud es expresado en la Elegía a Ramón Sijé. Sijé, cuyo nombre de nacimiento fue José Ramón Marín Gutiérrez, compartió con el autor importantes vivencias; sentían profunda admiración el uno por el otro y compartían inclinaciones literarias y políticas. Cuando Ramón murió, a causa de una infección intestinal, el dolor de Hernández fue sumamente agudo y lacerante. Veamos cómo lo expresa el poeta.

Elegía a Ramón Sijé

(En Orihuela, su pueblo y el mío, se
me ha muerto como del rayo Ramón Sijé,
a quien tanto quería)

Yo quiero ser llorando el hortelano

de la tierra que ocupas y estercolas,

compañero del alma, tan temprano.

Alimentando lluvias, caracolas

y órganos mi dolor sin instrumento,

a las desalentadas amapolas

daré tu corazón por alimento.

Tanto dolor se agrupa en mi costado

que por doler me duele hasta el aliento.

Un manotazo duro, un golpe helado,

un hachazo invisible y homicida,

un empujón brutal te ha derribado.

No hay extensión más grande que mi herida,

lloro mi desventura y sus conjuntos

y siento más tu muerte que mi vida.

Ando sobre rastrojos de difuntos,

y sin calor de nadie y sin consuelo

voy de mi corazón a mis asuntos.

Temprano levantó la muerte el vuelo,

temprano madrugó la madrugada,

temprano estás rodando por el suelo.

No perdono a la muerte enamorada,

no perdono a la vida desatenta,

no perdono a la tierra ni a la nada.

En mis manos levanto una tormenta

de piedras, rayos y hachas estridentes

sedienta de catástrofes y hambrienta.

Quiero escarbar la tierra con los dientes,

quiero apartar la tierra parte a parte

a dentelladas secas y calientes.

Quiero minar la tierra hasta encontrarte

y besarte la noble calavera

y desamordazarte y regresarte.

Volverás a mi huerto y a mi higuera:

por los altos andamios de las flores

pajareará tu alma colmenera

de angelicales ceras y labores.

Volverás al arrullo de las rejas

de los enamorados labradores.

Alegrarás la sombra de mis cejas,

y tu sangre se irá a cada lado

disputando tu novia y las abejas.

Tu corazón, ya terciopelo ajado,

llama a un campo de almendras espumosas

mi avariciosa voz de enamorado.

A las aladas almas de las rosas

del almendro de nata te requiero,

que tenemos que hablar de muchas cosas,

compañero del alma, compañero.

En esta elegía las fases del duelo se alternan indistintamente. De manera aleatoria, los sentimientos de negación, depresión, aceptación se deslizan entre una estrofa y otra. Los primeros versos manifiestan el deseo de preservar la imagen o la presencia del amigo, aferrándose a los vestigios materiales de su existencia. El yo poeta rehúsa a perderlo de vista; quiere darle vida con su mirada y con su tacto. En las lágrimas encuentra una vía de acercamiento; con ellas riega la tierra donde yace el cuerpo del entrañable compañero, como si con ello pudiera hacerle brotar cual flor bajo la lluvia. Que su dolor sirva de alimento a la flora y a la fauna que circundan sus restos. Es, en definitiva, el apego a la evidencia física del ser querido; renuencia a una partida terminante.

El yo poeta aloja tanto dolor en el pecho, que incluso  le duele respirar. Es aquí cuando pasa a describir la depresión aunada a la conmoción que le embarga: es inmensa; tiene mayor conciencia de esta muerte que de su propia existencia.

Ando sobre rastrojos de difuntos, / y sin calor de nadie y sin consuelo / voy de mi corazón a mis asuntos.

No hay extensión más grande que mi herida, / lloro mi desventura y sus conjuntos / y siento más tu muerte que mi vida.

La etapa central del poeta también denota indignación por la abrupta partida. Percibe la muerte de su amigo como arrebatamiento muy temprano, y así fue.

Un manotazo duro, un golpe helado, / un hachazo invisible y homicida, / un empujón brutal te ha derribado.

Temprano levantó la muerte el vuelo, / temprano madrugó la madrugada, / temprano estás rodando por el suelo.

No perdono a la muerte enamorada, / no perdono a la vida desatenta, / no perdono a la tierra ni a la nada.

Y entonces, aparece la negación acompañada de ira y frustración. No lo acepta, no se resigna, se rebela contra la implacable realidad.

No perdono a la muerte enamorada, / no perdono a la vida desatenta,  no perdono a la tierra ni a la nada.

En mis manos levanto una tormenta  de piedras, rayos y hachas estridentes / sedienta de catástrofes y hambrienta.

Quiero escarbar la tierra con los dientes,  / quiero apartar la tierra parte a parte / a dentelladas secas y calientes.

Quiero minar la tierra hasta encontrarte / y besarte la noble calavera / y desamordazarte y regresarte.

El yo poeta concluye aceptando. Asume una presencia distinta, una nueva manera de “estar al lado” del finado: el recuerdo. El alma de su amigo, inmortal, le hará compañía. Él  se hará presente cuando contemple las vivencias  compartidas, y la huella imperecedera de una esencia distintiva y personal permanecerá a su lado.

A las aladas almas de las rosas / del almendro de nata te requiero, / que tenemos que hablar de muchas cosas / compañero del alma, compañero.

En suma, estamos ante la catarsis elegíaca. Figuras que describen, con vehemencia y nitidez, un sentimiento contundente y etéreo. Un retrato de reacciones ante la explicación inexistente o inacabada. Anhelo de significado ante la arbitrariedad de la muerte.

La elegía es al duelo un recurso terapéutico. Resulta alentador liberar el dolor a través de las palabras, de la misma manera afecta descubrir los propios sentimientos en los versos de un poema. Aunque el dolor se siente exclusivo, inigualable, el vate lo ilustra con el poder expresivo de la poesía. Es así como en cada estrofa se vierte el remedio de la identificación, presentando el holograma del propio pesar, para mirarlo y enfrentarlo.


Referencia bibliográfica:

Meza Dávalos, Erika g; García, Silvia; Torres Gómez, A; Castillo, l; Sauri Suárez, S; Martínez Silva,  El proceso del duelo. Un mecanismo humano para el manejo de las pérdidas emocionales. Revista de Especialidades Médico-quirúrgicas, vol. 13, Núm. 1, enero-marzo, 2008, pp. 28-31. Instituto de Seguridad y Servicios Sociales de los Trabajadores del Estado México, México.

POEMA I Regreso

Por: Marcos Cabrera

Voy recuperando mi ciudad, su olor, su color, su sonido;  su ritmo de prisas compartidas, mis marchas apretujadas en sus carros públicos, sus tapones; mi risa inesperada del día después de escuchar la anécdota de la señora que es la abuela alegre de alguien; mi suspiro:  reminiscencia de la niñez que me provoca el olor del café en la parada, los conocidos sin nombres que me saludan como antes, los otros, los de la esquina, discutiendo como siempre de política; en las aceras, los vendedores ambulantes con sus  frases inolvidables, las calles ahora asfaltadas, mis viejos amigos que pasan de la duda al abrazo; los mayores que conocieron a la abuela: sentados en sus galerías saludando al extraño de maletas en mano que los llama por sus nombres     ─no saben que mis ojos la multiplican en sus rostros; más tarde, la reconocerán en mí─.

Voy recuperando mi ciudad, y con ella: mis tristezas, mis  alegrías, mis conquistas de adolescente   ─las vividas y las  soñadas─; mis juegos de niño frente a su casa que al ver el rostro de su madre asomarse en el umbral de la puerta, ahora, deja  caer sus maletas.


Marcos Cabrera
Poeta, narrador, pintor y educador. Nació en Puerto Plata en 1981. Licenciado en Filosofía y Letras por la Universidad Autónoma de Santo Domingo (UASD) y magister en Lingüística Aplicada a la Enseñanza del Español por la Universidad Tecnológica de Santiago (UTESA). Obtuvo el tercer lugar en el renglón Poesía y una tercera mención en el renglón  Cuento en el Certamen Regional para Talleres Literarios (2018). Es miembro del taller literario Ramón Francisco.