Corazón tan blanco, de Javier Marías

«¿Por qué se lo contó, entonces?», dijo Luisa.

«No imaginó lo que podía pasar.» «Casi nadie imagina nada, al menos cuando se es joven, y se es joven durante mucho más tiempodel que uno cree. La vida entera parece de mentira, cuando se es joven. Lo que les pasa a los otros, las desdichas, las calamidades, los crímenes, todo ello nos resulta ajeno, como si no existiera. Incluso lo que nos pasa a nosotros nos parece ajeno una vez que ya ha pasado. Hay quien es así toda la vida, eternamente joven, una desgracia. Uno cuenta, habla, dice, las palabras son gratis y salen a borbotones a veces, sin restricciones. Siguen saliendo en toda ocasión, cuando estamos borrachos, cuando estamos furiosos, cuando estamos abatidos, cuando estamos hartos, cuando estamos entusiasmados, cuando nos sentimos enamorados, cuando es inconveniente que las digamos o no podemos medirlas. Cuando hacemos daño. Es imposible no equivocarse. Lo raro es que las palabras no tengan más consecuencias nefastas de las que normalmente tienen. O tal vez no lo sabemos suficientemente, creemos que no tienen tantas y todo es un desastre perpetuo debido a lo que decimos. El mundo entero habla sin cesar, a cada momento hay millones de conversaciones, de narraciones, de declaraciones, de comentarios, de cotilleos, de confesiones, son dichos y oídos y nadie puede controlarlos. Nadie puede prever el efecto explosivo que causan, ni siquiera seguirlo. Porque pese a ser las palabras tantas y tan baratas, tan insignificantes, pocos son los capaces de no hacerles caso. Se les da importancia. O no, pero se las ha oído. Tú no sabes cuántas veces a lo largo de tantos años he pensado en aquellas palabras que le dije a Teresa en un incontrolado arrebato amoroso, supongo, estábamos en nuestro viaje de novios, ya casi al final. Pude callar y callar para siempre, pero uno cree que quiere más porque cuenta secretos, contar parece tantas veces un obsequio, el mayor obsequio que puede hacerse, la mayor lealtad, la mayor prueba de amor y entrega. Y se hacen méritos contando. De repente a uno no le basta con decir tan sólo encendidas palabras que se gastan pronto o se hacen repetitivas. Tampoco le basta a quien las escucha».

Fragmento │El concepto de la angustia, Søren Kierkegaard

La angustia puede compararse muy bien con el vértigo. A quien se pone a mirar con
los ojos fijos en una profundidad abismal le entran vértigos. Pero, ¿dónde está la causa de
tales vértigos? La causa está tanto en sus ojos como en el abismo. ¡Si él no hubiera mirado
hacia abajo! Así es la angustia el vértigo de la libertad; un vértigo que surge cuando, al
querer el espíritu poner la síntesis, la libertad echa la vista hacia abajo por los derroteros de
su propia posibilidad, agarrándose entonces a la finitud para sostenerse. En este vértigo la
libertad cae desmayada. La Psicología ya no puede ir más lejos, ni tampoco lo quiere. En
ese momento todo ha cambiado, y cuando la libertad se incorpora de nuevo, ve que es
culpable. Entre estos dos momentos hay que situar el salto, que ninguna ciencia ha
explicado ni puede explicar. La culpabilidad del que se hace culpable en medio de la
angustia es ambigua hasta más no poder. La angustia es una impotencia femenina en la que
se desvanece la libertad. La caída, hablando en términos psicológicos, siempre acontece en
medio de una gran impotencia. Y, además, la angustia es una de las cosas que mayor
egotismo encierra. En este sentido ninguna manifestación concreta de la libertad es tan
egotista como la posibilidad de cualquier concreción. Ésta es, una vez más, la opresión que
trae consigo el comportamiento ambiguo del individuo, su situación de simpatía y antipatía
simultáneas. En la angustia reside la infinitud egotista de la posibilidad, la cual no le tienta
a uno como una elección que haya que hacer, sino que le angustia seduciendo con su dulce
ansiedad.


Søren Aabye Kierkegaard, (Copenhaguen, 1813-1855) 

Mujercitas

Cuando cerraban la puerta de la verja al salir, una voz les gritó desde la ventana:

–Niñas, ¿llevan los pañuelos bonitos?

–Sí, sí, los llevamos, y el de Meg huele a colonia –gritó Jo, y añadió riéndose: –Creo que mamá nos preguntaría eso aunque estuviésemos huyendo de un terremoto.

–Es uno de sus gustos aristocráticos, y tiene razón, porque, una verdadera señora se conoce siempre por el calzado limpio, los guantes y el pañuelo –respondió Meg.

–Ahora no olvides de mantener el paño malo de tu falda de modo que no se vea, Jo. ¿Está bien mi cinturón? ¿Se me ve mucho el pelo? –dijo Meg, al dejar de contemplarse en el espejo del tocador de la señora Gardiner, después de mirarse largo rato.

–Sé muy bien que me olvidaré de todo. Si me ves hacer algo que esté mal, avísame con un guiño –respondió Jo, arreglándose el cuello y cepillándose rápidamente.

–No, una señora no guiña; arquearé las cejas si haces algo incorrecto, o un movimiento de cabeza si todo va bien. Ahora mantén derechos los hombros y da pasos cortos; no des la mano si te presentan a alguien: no se hace.

–¿Cómo aprendes todas estas reglas? Yo no puedo hacerlo nunca…


Mujercitas (en inglés, Little Women) es una novela de Louisa May Alcott publicada el 30 de septiembre de 1868, que trata la vida de cuatro niñas que se convierten en mujeres con la Guerra Civil en los Estados Unidos como fondo, entre 1861 y 1865. Está basada en las propias experiencias de la autora cuando era una niña que vivía en la ciudad de Concord, Massachusetts.

Fragmentos │Irving D. Yalom: El día que Nietzsche lloró

¿Cuánto me habré perdido en la vida sólo por dejar de mirar? ¿O por mirar sin ver?

He reducido mis obligaciones a una sola: perpetuar mi libertad.

Que llegue el día en que hombres y mujeres no se vean tiranizados por sus recíprocas debilidades.

En solo unos minutos había pasado de la arrogancia a la modestia. ¡Qué fenómeno tan interesante! ¿Podría repetirlo?

Encontrar auroras y doradas perspectivas, amar un alma plena y osada: “todos necesitamos eso”, pensó, “al menos una vez en la vida”.

Se miró a los ojos: siempre podía encontrar la juventud allí.

Los intérpretes siempre son insinceros; no es su intención serlo, desde luego, pero no pueden salirse de su marco histórico, ni por otra parte de su marco autobiográfico.

Uno tiene que aprender a verse a sí mismo desde lejos.

Tengo por qué vivir y puedo soportar cualquier cómo.

Deber fundamental: el que cada persona tiene consigo misma de descubrir la verdad.

Lo sagrado no es la verdad, sino la búsqueda que cada cual hace de su propia verdad.

Morir es despiadado. Siempre he pensado que la recompensa final de los muertos es no tener que volver a morir.

Para descubrir la verdad, primero hay que conocerse por completo.

No quiero quedar excluido de ninguna área de mi experiencia interior. Y si el precio de la percepción es la tensión, ¡que así sea!

Usted supone que sus propias actitudes son universales y entonces trata de extender a toda la humanidad lo que no puede comprender en usted mismo.

Su pensamiento era iluminador y potente. Incluso cuando estaba equivocado.

Es más fácil, mucho más fácil, obedecer a otros que gobernarse a sí mismo.

Usted oculta su voluntad ante usted mismo. Ahora debe aprender a enfrentarse a su vida y tener el coraje de decir: “Así lo elegí”. El espíritu del hombre se construye en función de sus decisiones.

Julio Cortázar │ Fragmento de Las babas del diablo

Entre las muchas maneras de combatir la nada, una de las mejores es sacar fotografías, actividad que debería enseñarse tempranamente a los niños, pues exige disciplina, educación estética, buen ojo y dos seguros. No se trata de estar acechando la mentira como cualquier reporter, y atrapar la estúpida silueta del personajón que sale del número 10 de Downing Street, pero de todas maneras cuando se anda con la cámara hay como el deber de estar atento, de no perder ese brusco y delicioso rebote de un rayo de sol en una vieja piedra, o la carrera trenzas al aire de una chiquilla que vuelve con un pan o una botella de leche. Michel sabía que el fotógrafo opera siempre como una permutación de su manera personal de ver el mundo por otra que la cámara le impone insidiosa (ahora pasa una gran nube casi negra), pero no desconfiaba, sabedor de que le bastaba salir sin la Contax para recuperar el tono distraído, la visión sin encuadre, la luz sin diafragma ni 1/25O. Ahora mismo (qué palabra, ahora, qué estúpida mentira) podía quedarme sentado en el pretil sobre el río, mirando pasar las pinazas negras y rojas, sin que se me ocurriera pensar fotográficamente las escenas, nada más que dejándome ir en el dejarse ir de las cosas, corriendo inmóvil con el tiempo. Y ya no soplaba viento.

Cien años de soledad: fragmentos seleccionados │primera parte

Se reunían a conversar sin tregua, a repetirse durante horas y horas los mismos chistes, a complicar hasta los límites de la exasperación el cuento del gallo capón, que era un juego infinito en que el narrador preguntaba si querían que les contara el cuento del gallo capón, y cuando contestaban que sí, el narrador decía que no les había pedido que dijeran que sí, sino que si querían que les contara el cuento del gallo capón, y cuando contestaban que no, el narrador decía que no les había pedido que dijeran que no, sino que si querían que les contara el cuento del gallo capón, y cuando se quedaban callados el narrador decía que no les había pedido que se quedaran callados, sino que si querían que les contara el cuento del gallo capón, y nadie podía irse, porque el narrador decía que no les había pedido que se fueran, sino que si querían que les contara el cuento del gallo capón, y así sucesivamente, en un círculo vicioso que se prolongaba por noches enteras.


Todos los forasteros que por aquel tiempo recorrían las calles de Macondo tenían que hacer sonar su campanita para que los enfermos supieran que estaban sanos. No se les permitía comer ni beber nada durante su estancia, pues no había duda de que la enfermedad sólo se transmitía por la boca, y todas las cosas de comer y de beber estaban contaminadas por el insomnio. En esa forma se mantuvo la peste circunscrita al perímetro de la población. Tan eficaz fue la cuarentena, que llegó el día en que la situación de emergencia se tuvo por cosa natural, y se organizó la vida de tal modo que el trabajo recobró su ritmo y nadie volvió a preocuparse por la inútil costumbre de dormir.

Pero el sistema exigía tanta vigilancia y tanta fortaleza moral, que muchos sucumbieron al hechizo de una realidad imaginaria, inventada por ellos mismos, que les resultaba menos práctica pero más reconfortante.

Lo saludó con amplias muestras de afecto, temiendo haberlo conocido en otro tiempo y ahora no recordarlo. Pero el visitante advirtió su falsedad. Se sintió olvidado, no con el olvido remediable del corazón, sino con otro olvido más cruel e irremediable que él conocía muy bien, porque era el olvido de la muerte.

…pero de todos modos no entendía cómo se llegaba a extremos de hacerse una guerra por cosas que no podían tocarse con las manos.

…tenía la rara virtud de no existir por completo sino en el momento oportuno.

Pensaba en su gente sin sentimentalismos, en un severo ajustes de cuentas con la vida, empezando a comprender cuánto quería en realidad a las personas que más había odiado.

…donde experimentó por primera vez la seguridad del poder, a pocos metros del cuarto donde conoció la incertidumbre del amor…  encontró ridículo el formalismo de la muerte.

…acumulado en un zarpazo desgarrador, volvió a sentir todo el terror que le atormentó en la vida.

…los recuerdos se materializaron por la fuerza de la evocación implacable.

─Recuerda, compadre ─le dijo─, que no te fusilo yo. Te fusila la revolución.

…pero lo que me preocupa no es que me fusiles, porque al fin y al cabo, para la gente como nosotros esto es la muerte natural… Lo que me preocupa ─agregó─ es que de tantos odiar a los miliares, de tanto combatirlos, de tanto pensar en ellos, has terminado por ser igual a ellos. Y no hay un ideal en la vida que merezca tanta abyección.

Pero durante cuatro años él le reiteró su amor, y ella encontró siempre la manera de rechazarlo sin herirlo, porque aunque no conseguía quererlo ya no podía vivir sin él.

Extraviado en la soledad de su  inmenso poder, empezó a perder el rumbo.

Había tenido que promover treinta guerras, y había tenido que violar todos sus pactos con la muerte y revolcarse como un cerdo en el muladar de la gloria, para descubrir con casi cuarenta años de retraso los privilegios de la simplicidad.

Nunca fue mejor guerrero que entonces. La certidumbre de que por fin peleaba por su propia liberación, y no por ideales abstractos, por consignas que los políticos podían voltear al derecho y al revés según las circunstancias, le infundió un entusiasmo enardecido.

La loca de la casa: fragmento

M. se equivocaba al creer que yo me había portado como una sinvergüenza y yo me equivocaba al pensar que M. era el hombre de mis sueños. Un ser maravilloso al que yo había perdido por mi nerviosismo y por mi torpeza.

Intenté por todos los medios explicarle mi versión o que alguien se la explicara, pero ni mis cartas (traducidas al inglés por un profesional) ni mis intermediarios lograron llegar a él. Durante varias semanas me abrasé de desesperación por el malentendido. No podía soportar la idea de que Él, precisamente Él, El Hombre De Mi Vida, pensara de mí, por un simple error, las cosas más horrendas. No me aguantaba a mí misma. Me quería morir. De hecho, enfermé: me pasé no sé cuántos días vomitando. Luego, cuando el rodaje se acabó y M. se marcho de España, tuve que resignarme a lo inevitable de la catástrofe; a partir de entonces, la desesperación por el equívoco dio paso a una desesperada pena pura. El dolor del desamor me golpeó como la ola gigante de un maremoto. Me perseguía su recuerdo. Me abrumaban sus ojos, tan verdes, tan punzantes; y rememoraba una y otra vez todos los (pocos) besos que nos habíamos dado, cada una de las caricias y de los roces. Todo ese esplendor, ese cuerpo duro y cálido, esa piel turbadora, ese embriagador olor a hombre, todo ese banquete de la carne había estado a mi alcance, en la punta de mi corazón y de mis dedos; mi deseo rugía, la frustración me ahogaba. Como aún era muy joven, estaba convencida de que nunca jamás encontraría a ningún hombre que me gustara tanto. Los demás varones de la Tierra desaparecieron para mis ojos: tres mil millones de seres que se borraron de golpe. Era un sufrimiento tan obsesivo que, por las mañanas, cuando me despertaba, el primer pensamiento que me asaltaba era la imagen de M. y la desolada certidumbre de haberlo perdido. Dolía tanto que tuve que esforzarme en no pensar en él. Ni veía sus películas ni hablaba de M. con nadie. Sobrellevaba mi pena como si estuviera atravesando un campo minado: cuando pensaba en otra cosa, la vida proseguía con normalidad, era feliz. Pero de cuando en cuando algo me recordaba a M., esto es, pisaba sin querer una de las minas: y el estallido me dejaba con las tripas fuera durante cierto tiempo.

Pero la vida es tan tenaz que, pasados unos meses, incluso esa pena inagotable se agotó. Los tres mil millones de varones terrícolas volvieron a materializarse sobre el planeta y me enamoré y desenamoré de algunos de ellos unas cuantas veces. Durante varios años, el recuerdo de M. me siguió produciendo una especie de desagradable pellizco en la memoria. Luego llegó un momento en el que no volví a pensar más en él; y, si por casualidad su nombre o su imagen caían ante mis ojos (en una vieja película, en una noticia), la estrambótica historia de aquel encuentro me parecía un sainete, algo que me habían contado, no algo que de verdad me hubiera ocurrido.


Rosa Montero
La loca de la casa, Alfaguara (2017)

La conciencia: cuento de Adela Zamudio (1854-1928)

Acababa de cometer un crimen, y horrorizada llamé en mi auxilio a la religión.

Con ademán solemne, la religión puso en mis manos una moneda, cuyas dos caras representaban mis buenas y malas acciones.

Emprendí la subida por un sendero escarpado que se elevaba al cielo, y al avanzar, examiné la moneda.

Desde luego, hallé pintada en ella, con vivo colorido, toda la fealdad odiosa y repugnante de mi mala acción. Rápida, instintivamente, volquéla al punto, y en el reverso, traté de descubrir, con trabajo, algunas sutiles circunstancias que atenuaban mi culpa.

Así marché examinando alternativamente, las dos caras opuestas de la moneda. Mas, como siempre que fijaba mis ojos en el mal lado, sentía la punzada insufrible del remordimiento, di en examinar con más frecuencia el lado bueno, en el cual fui descubriendo multitud de razones y circunstancias, cada vez más marcadas, que, no solamente disculpaban, sino que justificaban aquella acción.

Y sucedió que cuando más examinaba el lado bueno, los caracteres fuertemente grabados en el mal lado fueron debilitándose poco a poco, hasta quedar casi borrados.

Cuando llegué a la cumbre de aquel sendero, me arrodillé a los pies de la Religión y confesé sinceramente mis pequeñas culpas, más no aquella, que, a fuerza de sofismas, se había convertido a mis ojos, en una acción laudable.


Adela Zamudio: nacida en La Paz en 1854. Escritora, pensadora, pintora, directora y profesora de la primera escuela laica en Bolivia. Poetisa coronada en 1928 por el Gobierno de la Nación.

El hombre que fue Jueves: duelo filosófico

Fragmento de la novela El hombre que fue Jueves, de G. K. Chesterton

La verdad es que valía la pena de oír hablar a Mr. Lucian Gregory –el poeta de los cabellos rojos– aun cuando sólo fuera para reírse de él. Disertaba el hombre sobre la patraña de la anarquía del arte y el arte de la anarquía, con tan impúdica jovialidad que –no siendo para mucho tiempo– tenía su encanto…

Día memorable, para muchos, aunque sea por aquel crepúsculo turbador. Día de recordación para otros, porque entonces se presentó por vez primera el segundo poeta de Saffron Park. Por mucho tiempo el peli-taheño revolucionario había reinado sin rival; pero su no disputado imperio tuvo fin en la noche que siguió a aquel crepúsculo.

El nuevo poeta, que dijo llamarse Gabriel Syme, tenía un aire excelente y manso, una linda y puntiaguda barbita, unos amarillentos cabellos. Pero se notaba al instante que era menos manso de lo que parecía. Dio la señal de su presencia enfrentándose con el poeta establecido, con Gregory, en una disputa sobre la naturaleza de la poesía. Syme declaró ser un poeta de la legalidad, un poeta del orden, y hasta un poeta de la respetabilidad. Y los vecinos de Saffron Park lo consideraban asombrados, pensando que aquel hombre acababa de caer de aquel cielo imposible.

Y en efecto, Mr. Lucían Gregory, el poeta anárquico, descubrió una relación entre ambos fenómenos.

–Bien puede ser –exclamó en su tono lírico habitual–, bien puede ser que, en esta noche de nubes fantásticas y de colores terribles, la tierra haya dado de sí semejante monstruo: un poeta de las conveniencias. Usted asegura que es un poeta de la ley, y yo le replicó que es usted una contradicción en los términos. Y sólo me choca que en noche como ésta no aparezcan cometas, ni sobrevengan terremotos para anunciarnos la llegada de usted.

El hombre de los dulces ojos azules, de la barbita descolorida, soportó el rayo con cierta solemnidad sumisa. Y el tercero en la discordia –Rosamunda, hermana de Gregory, que tenía los mismos cabellos bermejos de su hermano, aunque una fisonomía más amable –soltó aquella risa, mezcla de admiración y reproche, con que solía considerar al oráculo de la familia.

Gregory prosiguió en su tono grandilocuente:

–El artista es uno con el anarquista; son términos intercambiables. El anarquista es un artista. Artista es el que lanza una bomba, porque todo lo sacrifica a un supremo instante; para él es más un relámpago deslumbrador, el estruendo de una detonación perfecta, que los vulgares cuerpos de unos cuantos policías sin contorno definido. El artista niega todo gobierno, acaba con toda convención. Sólo el desorden place al poeta. De otra suerte, la cosa más poética del mundo sería nuestro tranvía subterráneo.

–Y así es, en efecto –replicó Mr. Syme.

–¡Qué absurdo! –exclamó Gregory, que era muy razonable cuando los demás arriesgaban una paradoja en su presencia–. Vamos a ver: ¿Por qué tienen ese aspecto de tristeza y cansancio todos los empleados, todos los obreros que toman el subterráneo? Pues porque saben que el tranvía anda bien; que no puede menos de llevarlos al sitio para el que han comprado billete; que después de Sloane Square tienen que llegar a la estación de Victoria y no a otra. Pero ¡oh rapto indescriptible, ojos fulgurantes como estrellas, almas reintegradas en las alegrías del Edén, si la próxima estación resultara ser Baker Street!

–¡Usted sí que es poco poético! –dijo a esto el poeta Syme–. Y si es verdad lo que usted nos cuenta de los viajeros del subterráneo, serán tan prosaicos como usted y su poesía. Lo raro y hermoso es tocar la meta; lo fácil y vulgar es fallar. Nos parece cosa de epopeya que el flechero alcance desde lejos a una ave con su dardo salvaje, ¿y no había de parecérnoslo que el hombre le acierte desde lejos a una estación con una máquina salvaje? El caos es imbécil, por lo mismo que allí el tren puede ir igualmente a Baker Street o a Bagdad. Pero el hombre es un verdadero mago, y toda su magia consiste en que dice el hombre: «¡sea Victoria!», y hela que aparece. Guárdese usted sus libracos en verso y prosa, y a mí déjeme llorar lágrimas de orgullo ante un horario del ferrocarril. Guárdese usted su Byron, que conmemora las derrotas del hombre, y déme a mí en cambio el Bradshaw ¿entiende usted? El horario Bradshaw, que conmemora las victorias del hombre. ¡Venga el horario!

–¿Va usted muy lejos? –preguntó Gregory sarcásticamente.

–Le aseguro a usted –continuó Syme con ardor– que cada vez que un tren llega a la estación, siento como si se hubiera abierto paso por entre baterías de asaltantes; siento que el hombre ha ganado una victoria más contra el caos. Dice usted desdeñosamente que, después de Sloane Square, tiene uno que llegar por fuerza a Victoria. Y yo le contesto que bien pudiera uno ir a parar a cualquier otra parte; y que cada vez que llego a Victoria, vuelvo en mí y lanzo un suspiro de satisfacción. El conductor grita: «¡Victoria!», y yo siento que así es verdad, y hasta me parece oír la voz del heraldo que anuncia el triunfo. Porque aquello es una victoria: la victoria de Adán.

Gregory movió la rojiza cabeza con una sonrisa amarga.

–Y en cambio –dijo– nosotros, los poetas, no cesamos de preguntarnos: «¿Y qué Victoria es ésa tan suspirada?» Usted se figura que Victoria es como la nueva Jerusalén; y nosotros creemos que la nueva Jerusalén ha de ser como Victoria. Sí: el poeta tiene que andar descontento aun por las calles del cielo; el poeta es el sublevado sempiterno.

–¡Otra! –dijo irritado Syme–. ¿Y qué hay de poético en la sublevación? Ya podía usted decir que es muy poético estar mareado. La enfermedad es una sublevación. Enfermar o sublevarse puede ser la única salida en situaciones desesperadas; pero que me cuelguen si es cosa poética. En principio, la sublevación verdaderamente subleva, y no es más que un vómito.

Ante esta palabra, la muchacha torció los labios, pero Syme estaba muy enardecido para hacer caso.

–Lo poético –dijo– es que las cosas salgan bien. Nuestra digestión, por ejemplo, que camina con una normalidad muda y sagrada: he ahí el fundamento de toda poesía. No hay duda: lo más poético, más poético que las flores y más que las estrellas, es no enfermar.

Jean Paul Sartre │ El existencialismo es un humanismo

El hombre, tal como lo concibe el existencialista, si no es definible, es porque empieza por no ser nada. Sólo será después, y será tal como se haya hecho. Así, pues, no hay naturaleza humana, porque no hay Dios para concebirla…  El hombre no es otra cosa que lo que él se hace. Éste es el primer principio del existencialismo.

Pero si verdaderamente la existencia precede a la esencia, el hombre es responsable de lo que es… En el fondo, lo que asusta en la doctrina que voy a tratar de exponer ¿no es el hecho de que deja una posibilidad de elección al hombre?

Si, por otra parte, Dios no existe, no encontramos frente a nosotros valores u órdenes que legitimen nuestra conducta. Así, no tenemos ni detrás ni delante de nosotros, en el dominio luminoso de los valores, justificaciones o excusas. Estamos solos, sin excusas.

Es lo que expresaré diciendo que el hombre está condenado a ser libre. Condenado, porque no se ha creado a sí mismo, y sin embargo, por otro lado, libre, porque una vez arrojado al mundo es responsable de todo lo que hace. El existencialista no cree en el poder de la pasión. No pensará nunca que una bella pasión es un torrente devastador que conduce fatalmente al hombre a ciertos actos y que por consecuencia es una excusa; piensa que el hombre es responsable de su pasión. El existencialista tampoco pensará que el hombre puede encontrar socorro en un signo dado sobre la tierra que lo oriente; porque piensa que el hombre descifra por sí mismo el signo como prefiere.

Ninguna moral general puede indicar lo que hay que hacer; no hay signos en el mundo. Los católicos dirán: sí, hay signos. Admitámoslo: soy yo mismo el que elige el sentido que tienen.

Lleva, pues, la entera responsabilidad del desciframiento. El desamparo implica que elijamos nosotros mismos nuestro ser. 

A partir del momento en que las posibilidades que considero no están rigurosamente comprometidas por mi acción, debo desinteresarme, porque ningún Dios, ningún designio puede adaptar el mundo y sus posibles a mi voluntad.

La doctrina que yo les presento es justamente lo opuesto al quietismo, porque declara: Sólo hay realidad en la acción. Y va más lejos todavía, porque agrega: «El hombre no es nada más que su proyecto, no existe más que en la medida en que se realiza, no es, por lo tanto, más que el conjunto de sus actos, nada más que su vida.

La elección es posible en un sentido, pero lo que no es posible es no elegir. Puedo siempre elegir, pero tengo que saber que, si no elijo, también elijo. Esto, aunque parezca estrictamente formal, tiene una gran importancia para limitar la fantasía y el capricho.

Lo mismo ocurre en el plano de la moral. Lo que hay de común entre el arte y la moral es que, con los dos casos, tenemos creación e invención. No podemos decir a priori lo que hay que hacer.


Fragmentos de la conferencia El existencialismo es un humanismo, impartida por  Jean Paul Sartre  en París, octubre de 1945.