
Se reunían a conversar sin tregua, a repetirse durante horas y horas los mismos chistes, a complicar hasta los límites de la exasperación el cuento del gallo capón, que era un juego infinito en que el narrador preguntaba si querían que les contara el cuento del gallo capón, y cuando contestaban que sí, el narrador decía que no les había pedido que dijeran que sí, sino que si querían que les contara el cuento del gallo capón, y cuando contestaban que no, el narrador decía que no les había pedido que dijeran que no, sino que si querían que les contara el cuento del gallo capón, y cuando se quedaban callados el narrador decía que no les había pedido que se quedaran callados, sino que si querían que les contara el cuento del gallo capón, y nadie podía irse, porque el narrador decía que no les había pedido que se fueran, sino que si querían que les contara el cuento del gallo capón, y así sucesivamente, en un círculo vicioso que se prolongaba por noches enteras.
Todos los forasteros que por aquel tiempo recorrían las calles de Macondo tenían que hacer sonar su campanita para que los enfermos supieran que estaban sanos. No se les permitía comer ni beber nada durante su estancia, pues no había duda de que la enfermedad sólo se transmitía por la boca, y todas las cosas de comer y de beber estaban contaminadas por el insomnio. En esa forma se mantuvo la peste circunscrita al perímetro de la población. Tan eficaz fue la cuarentena, que llegó el día en que la situación de emergencia se tuvo por cosa natural, y se organizó la vida de tal modo que el trabajo recobró su ritmo y nadie volvió a preocuparse por la inútil costumbre de dormir.
Pero el sistema exigía tanta vigilancia y tanta fortaleza moral, que muchos sucumbieron al hechizo de una realidad imaginaria, inventada por ellos mismos, que les resultaba menos práctica pero más reconfortante.
Lo saludó con amplias muestras de afecto, temiendo haberlo conocido en otro tiempo y ahora no recordarlo. Pero el visitante advirtió su falsedad. Se sintió olvidado, no con el olvido remediable del corazón, sino con otro olvido más cruel e irremediable que él conocía muy bien, porque era el olvido de la muerte.
…pero de todos modos no entendía cómo se llegaba a extremos de hacerse una guerra por cosas que no podían tocarse con las manos.
…tenía la rara virtud de no existir por completo sino en el momento oportuno.
Pensaba en su gente sin sentimentalismos, en un severo ajustes de cuentas con la vida, empezando a comprender cuánto quería en realidad a las personas que más había odiado.
…donde experimentó por primera vez la seguridad del poder, a pocos metros del cuarto donde conoció la incertidumbre del amor… encontró ridículo el formalismo de la muerte.
…acumulado en un zarpazo desgarrador, volvió a sentir todo el terror que le atormentó en la vida.
…los recuerdos se materializaron por la fuerza de la evocación implacable.
─Recuerda, compadre ─le dijo─, que no te fusilo yo. Te fusila la revolución.
…pero lo que me preocupa no es que me fusiles, porque al fin y al cabo, para la gente como nosotros esto es la muerte natural… Lo que me preocupa ─agregó─ es que de tantos odiar a los miliares, de tanto combatirlos, de tanto pensar en ellos, has terminado por ser igual a ellos. Y no hay un ideal en la vida que merezca tanta abyección.
Pero durante cuatro años él le reiteró su amor, y ella encontró siempre la manera de rechazarlo sin herirlo, porque aunque no conseguía quererlo ya no podía vivir sin él.
Extraviado en la soledad de su inmenso poder, empezó a perder el rumbo.
Había tenido que promover treinta guerras, y había tenido que violar todos sus pactos con la muerte y revolcarse como un cerdo en el muladar de la gloria, para descubrir con casi cuarenta años de retraso los privilegios de la simplicidad.
Nunca fue mejor guerrero que entonces. La certidumbre de que por fin peleaba por su propia liberación, y no por ideales abstractos, por consignas que los políticos podían voltear al derecho y al revés según las circunstancias, le infundió un entusiasmo enardecido.